Los Hechizados: extracto
“Se estremeció. A no ser el horror real que emanaba de la escena, el profesor habría podido creerse víctima de una ilusión. Pero la naturaleza de los sentimientos que lo embargaban le hizo tomar de entrada la situación en serio.”
La imaginación de Skolinski galopaba. Trataba de leer esa especie de rompecabezas. ¿Me muevo? ¿Un animal? ¿Negro? Quizá no hubiera ninguna relación entre esas palabras. ¡Salir! ¡Huir! Pero se quedó helado de horror: ya no podía hacer ningún movimiento.
Sólo era capaz de permanecer sentado, petrificado, y de esperar, como un pájaro hipnotizado.
Los dos o tres minutos que vivió entonces fueron sin duda los más largos de su vida: sensación de horrible impotencia, nudo en la garganta, encogimiento del cuerpo, rigidez de los músculos, con la conciencia de estar abandonado a su suerte sin esperanza de socorro.
Haciendo un último esfuerzo, se apartó de la cama y se lanzó hacia la salida. Creyó sentir que algo saltaba desde un rincón y se precipitaba sobre él, pero no se volvió y dio un portazo.
Tan pronto estuvo afuera, sus nervios demasiado tensos lo impulsaron en una fuga desesperada a través del sombrío vestíbulo y de las salas. Terminó por dejarse caer en el suelo, contra un muro, agotadas sus fuerzas.
El castillo entero le parecía haber caído en poder de fuerzas impuras. Un viento de espanto soplaba en las tinieblas. Pasaron tres interminables cuartos de hora antes de que pudiera recuperar el ánimo.
Se sentía terriblemente cansado. La cabeza apoyada en la mano, desplomado sobre las losas heladas, meditaba sobre la forma de dejar cuanto antes el castillo, cuando oyó un paso furtivo en la galería vecina.
Lanzó una mirada por la puerta.
Los Hechizados, capítulo VI.
“¿Qué vínculo había entre esa sombría historia y las misteriosas contracciones de la servilleta? A esta pregunta, Grzegorz no supo qué contestar. Era un enigma que nadie podía resolver, salvo el príncipe.”
Necesité cierto tiempo para advertir que el príncipe tenía miedo. Por la noche no podía dormir y rondaba alrededor de la cocina, sin entrar nunca en ella. A veces daba a entender que sucedía algo, pero yo pensaba que divagaba. Hasta que un día fue en mi busca: “Grzegorz –me dijo-, quiero mostrarte algo, pero no lo digas a nadie.” Me condujo a la cocina, abrió la puerta, pero se quedó en el umbral señalándome la servilleta: “¡Qué corriente de aire hay aquí! ¿Ves cómo se agita esa servilleta?... porque se mueve, ¿no es así?”
Debía de dudar de sus sentidos y quería asegurarse de que la servilleta se movía de verdad. Al principio, yo no comprendía lo que pasaba y quise retirar la servilleta de la percha, pero el príncipe se puso a gritar: “¡No la toques!” De pronto sentí náuseas. Un horrible desasosiego, repugnancia, asco… El príncipe huyó lanzando un grito. Yo golpeé la puerta sin pedir explicaciones.
Los Hechizados, capítulo IX.